OVIEDO


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Una ciudad son paisajes, libros, música…también emociones. Por eso, siento un poco de pudor al escribir sobre Oviedo, la ciudad de mis abuelos donde mi madre pasó la infancia, aquella donde viví los años de la adolescencia y de la primera juventud, a dónde voy a trabajar, a comprar, a hacer mil cosas, donde tengo familia, amigos, compañeros, y también una casa familiar en la que pasé años muy felices. Me piden que escriba sobre esta ciudad y no puedo evitar que las remenbranzas se conviertan en protagonistas del texto. Siendo pequeña, pensaba que Oviedo era una ciudad grande y populosa. Mis primeros recuerdos son del bar “El Paisano”, en lo alto de San Lázaro, que era de Pompeyo, uno de los hermanos de mi abuelo Pepe, y de su mujer Laya. Mis abuelos habían comprado dos pisos en Vallobín tras su regreso de Alemania, pues en ese barrio habían vivido en sus primeros años de matrimonio. Ellos habitaban el de Gregorio Marañón, pegado a la zona de los chalets del Naranco. Cuando les visitábamos, nos llevaban a Galerías Preciados, también a comprar barquillos en el Paseo de los Álamos o en septiembre, a disfrutar del desfile de América en Asturias. Nos inculcaron el amor por esta ciudad y también, por qué no reconocerlo, un cierto orgullo. Cuando con 13 años empecé en el instituto de San Lázaro, fui ampliando mis espacios, ganando poco a poco parcelas de autonomía. El regreso a casa, terminadas las clases de la tarde, lo hacía caminando. Disfrutaba mucho en ese paseo de media hora, que se convertía cada día en una película diferente: recorría Arzobispo Guisasola, pasaba rápido por la calle de la Magdalena -un poco abrumada por el ambiente que entonces se veía por allí-, entraba aliviada en la plaza del Ayuntamiento y, cuando llegaba a Fruela, me iba deteniendo en muchos de los escaparates de sus tiendas. Atravesaba Uría, subía por la pasarela de la Losa y rápido, rápido, corría por Peñasanta de Enol, para no llegar tarde a casa. El itinerario cambió cuando subí al Cristo a estudiar la carrera; aún existía una gran ería, que cruzaba cada mañana con mi amigo Félix, antes y después de las clases, mientras conversábamos sobre los mil temas que preocupan a los veinteañeros despreocupados. Hoy veo a Oviedo como una ciudad pequeña, familiar, entrañable, acogedora. Algunos de sus espacios me gustan de forma especial, por ejemplo, la catedral -de cuya condición de guía presumo siempre que tengo ocasión-, y su entorno, especialmente el tránsito de Santa Bárbara y la calle de Santa Ana. También los barrios de San Lázaro y del Cristo. Me encanta imaginar historias -románticas, incluso-, que pudieron suceder detrás de los muros de la Fábrica de Armas de la Vega y fantaseo con los alrededores de la iglesia de San Pedro de los Arcos. Podría seguir escribiendo líneas y líneas, pero, como no tengo espacio, quiero dejar constancia de mi pasión por el patio interior del edificio histórico de la Universidad de Oviedo, donde se encuentra el busto de Isabel II; también por su biblioteca, que me recuerda mucho a la vieja del Fontán, que aún tuve la oportunidad de usar, en la que había unos viejos archivadores que hoy son piezas de colección. ¿Era tan oscura como yo la recuerdo? Por razones de trabajo -también de ocio- voy a Oviedo con mucha frecuencia y lo hago feliz. Me gusta su comercio y me encanta esa elegancia norteña que los ovetenses saben llevar con tanta facilidad, que no solo se traduce en la imagen personal, sino también en esa fina ironía, gracejo asturiano, que practican desde la cuna. Es un esnobismo natural -no puedo definirlo mejor-, traducido en un aspecto cuidado, buenas maneras y un habla que mezcla aparentemente sin esfuerzo, el castellano con el asturiano. ¡No es fácil, aunque lo parezca! Otro aspecto que me gusta mucho de Oviedo es su carácter de pequeña ciudad regia, cuya mejor muestra se halla en los monumentos del Naranco, agradables, de medida humana, como la montaña en la que se encuentran. Los muros de la ciudad histórica actual se han construido sobre aquella pequeña urbe prerrománica. El último rey, Alfonso III, se empeñó en extender sus dominios más allá de las fronteras naturales de la cordillera Cantábrica, provocando el desplazamiento de la corte. Algunos de sus sucesores inmediatos regresaron de visita, aunque fue Isabel II, en 1858, la reina que recuperó el valor de Oviedo como mejor escenario para los paseos, aclamaciones y encuentros de la monarquía con el pueblo. Se cuenta que la reina confiaba tanto en los asturianos, que durante su visita salía con su hijo en brazos, de paseo y sin escoltas, pues se encontraba en “casa”. No puedo dejar de mencionar a mis personajes literarios, con los que, aunque suene manido, sigo coincidiendo en sus calles. Ana Ozores, caminando erguida y prudente a la vez; Belarmino y Apolonio, discutiendo por las rúas de Pilares y, sobre todo, Lena Rivero. De la novela de la que es protagonista, y de su autora, me hablaba mucho mi abuela Joaquina, quizá porque ella había conocido la misma sociedad hipócrita y remilgosa que denunciaba Dolores Medio. Recientemente he incorporado al elenco de mis favoritos a “nuevas ricas, empresarios campechanos, aristócratas venidas a menos, jóvenes escritores ricos y sin talento…”, que la autora Luisa Navia-Osorio ha dibujado de forma tan divertida y mordaz -muy ovetense, por cierto-. Pow! Oviedo, gris de hogar, tus muros pintados me dan ese algo más… que bien sigue sonando esa canción de Los Murciélagos y qué buenos recuerdos me trae. Es verdad, Oviedo es gris y luce mejor bajo la lluvia; también es cierto que los recuerdos se entremezclan con las vivencias cotidianas y nos ayudan a mantener la ilusión y la frescura, a pesar de que el paso de los años pueda propiciar lo contrario. Una ciudad con un punto de melancolía, ideal en otoño, vieja, pequeña y preciosa, a la que no tengo falta de regresar porque, en realidad, sigo viviendo en ella.

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