El
episodio de hoy está dedicado a Juana de Castilla, la reina a la que llamaron
“La loca” y que tuvieron prisionera durante cuarenta y seis años en el castillo
de Tordesillas, provincia de Valladolid. Fue una de las pocas reinas por
derecho propio de la historia de España, pero a causa de diversas
circunstancias, apenas pudo hacer valer este privilegio. Su historia es muy
curiosa, también triste, pues fue víctima de sus emociones y, sobre todo, de
las circunstancias políticas de su reino.
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Juana
nació un jueves, 6 de noviembre de 1479 en Toledo y fue la tercera hija de los
Reyes Católicos. Por delante estaban Isabel, la primogénita, y Juan, que, como
varón, era príncipe heredero y, por tanto, formado para el trono. Sin embargo,
Juana y sus hermanas fueron educadas como infantas y dedicaban sus días al
estudio de materias como las buenas maneras, la danza, la música, la religión,
también las lenguas romances. ¡Si,
estudiaban francés, italiano, portugués…! El estudio de las lenguas era muy
importante, pues sus padres tenían muy claro el papel de las infantas como
instrumentos en la política exterior y desde su nacimiento, se planificaba qué
enlaces podrían ser los más ventajosos para los intereses de Castilla y de
Aragón. No había, por tanto, opción para el amor ideal, que las infantas conocían
a través de las lecturas o conversaciones con sus damas de compañía.
Así,
Isabel, la primogénita, fue casada con el infante Alonso de Portugal y cuando
enviudó de este, con Manuel I de Portugal. Isabel murió joven y su marido se
casó entonces con María, la penúltima de las hijas de los Reyes Católicos. La
pequeña, Catalina, fue elegida para casarse con Arturo Tudor y a la muerte de
este, tuvo que hacerlo con su sucesor, Enrique VIII de Inglaterra. ¡Algún día
contaremos también su triste historia!
Para
nuestra protagonista, Juana, fue escogido el príncipe Felipe de Austria, hijo
de Maximiliano de Austria y de María de Borgoña. Se trató en realidad de un
compromiso doble, pues se ajustó también el enlace entre Juan, príncipe de
Asturias, y la princesa Margarita, hermana de Felipe: el fin era estrechar los
lazos entre Castilla y Aragón, y el Sacro Imperio Romano Germánico.
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Se firmó el contrato matrimonial y cuando Juana tenía solo diecisiete años, embarcó en Laredo -provincia de Santander- rumbo a Flandes. Lo hizo en una gran flota formada por diecinueve buques en los que viajaban 3.500 personas. Los barcos iban cargados de víveres, también de ropas, muebles y todo lo que incluía el ajuar de la infanta, que servía además para mostrar el poder y riqueza de la corona castellano-aragonesa. Todo era poco ante la corte de Maximiliano, pues su mujer, María, procedía de Borgoña, reino que pasó a la Historia como ejemplo de suntuosidad y demostración de lujo y cortesía.
La
travesía fue larga y muy complicada, tanto, que Juana llegó sin una gran parte
del ajuar. Además, Felipe fue influenciado por algunos de sus consejeros que no
eran partidarios del enlace con Juana, y no recibió a la novia a su arribada a
tierras flamencas. Podemos imaginar el disgusto de la infanta, también la
impresión a su llegada a la corte de Felipe, dominada por el estilo borgoñón:
se sucedían las fiestas, los bailes, los banquetes y los cortesanos dedicaban
mucho tiempo tanto a las intrigas políticas como a elegir el vestuario y sus
complementos para las ceremonias.
Se han publicado muchas obras sobre Juana y su carácter y comportamiento. Parece ser que el amor que sintió por Felipe fue real e intenso, también muy posesivo para la mentalidad de la época. Ella lo amaba de verdad y Felipe pronto se cansó de una relación tan absorbente, lo que provocó unos celos patológicos que fueron complicando su estado emocional.
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Esta
es una historia de amor… y de muerte. En 1497 falleció el príncipe Juan
-recordemos que era el príncipe de Asturias- y el hijo que esperaba Margarita,
su esposa, también murió; un año después, fue el turno de la hija mayor de los
reyes, Isabel; también el hijo mayor de esta… por lo que Juana se convirtió en
la heredera del trono de Castilla y debió volver a España para ser jurada como
tal. Regresó con su esposo Felipe y fueron muchas las fiestas y banquetes con
que les agasajaron, pues los Reyes Católicos conocían por sus embajadores, del
lujo al que estaba acostumbrado su yerno e intentaban que obtuviera la mejor
impresión de la corte.
Durante
cinco años, Juana estuvo acompañada de Felipe, pero llegó el momento en el que
este debió regresar a Flandes, donde también era príncipe heredero. Juana dio a
luz a su cuarta hija y cayó en una profunda depresión, pues echaba mucho de
menos a su esposo e hijos mayores. Pidió permiso a los reyes para regresar a la
corte flamenca pero no se lo permitieron, pues estaban en guerra con Francia.
Hubo grandes disputas especialmente entre la reina Isabel y su hija Juana,
ambas de temperamentos fuertes y, además, opuestos: Isabel, muy religiosa y
extremadamente fiel a sus obligaciones y compromisos como reina; Juana,
apasionada en sus sentimientos y rebelde frente a las imposiciones,
especialmente, las religiosas. A pesar de todo, logró reunirse con su familia.
¡Poco
le duró a Juana su estancia en el Sacro Imperio! A la muerte de su madre, en
noviembre de 1504, tuvo que organizar el viaje de regreso, no sin que su esposo
lograra que se aceptaran sus exigencias de gobernar en conjunto con Juana y el
rey de Aragón, Fernando. La gran flota estaba formada en esta ocasión por 40
barcos, que zarparon el 10 de enero de 1506 -más de un año después de la muerte
de Isabel- en dirección a Laredo. Las tormentas fueron terribles y
premonitorias del futuro que les esperaba.
Llegaron a finales de la primavera no a Laredo, sino al puerto de La
Coruña y mediante la concordia de Villafáfila, Felipe se convirtió en rey de
Castilla.
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Pero
la muerte siguió rondando a la corte castellana y en septiembre de ese mismo
año, 1506, falleció Felipe en el palacio de los Condestables de la ciudad de
Burgos. Lo que ocurrió a partir de ese momento fue dramático: Juana, quiso
enterrar a su esposo en Granada, pero su padre se lo impidió. Durante ocho
meses, una fúnebre comitiva se desplazó por Castilla en un intento inútil de
despedir de forma definitiva a Felipe y solo se interrumpió para que la reina
diera a luz a la sexta hija de la pareja, que fue llamada Catalina, como su
tía.
El
reino, mientras tanto, era gobernado por un Consejo de Regencia presidido por
el cardenal Cisneros. Juana no aprobaba este consejo, tampoco que su padre se
convirtiera en regente, pues ella era la reina por herencia de su madre. Sin
embargo, acabó cediendo y esa decisión tuvo terribles consecuencias: en 1509, la
reina de Castilla fue encerrada por orden de su padre en el castillo de
Tordesillas. La infanta Catalina la acompañó en el presidio.
No
estaban solas, pues además de un grupo de sirvientes, eran vigiladas por unos
guardeses de alcurnia: los marqueses de Denia, de los que se dice que las
sometieron a vejaciones y torturas físicas y sobre todo, psicológicas.
Su
hijo Carlos la visitó en 1517, cuando llegó a España para recibir la Corona.
Carlos no liberó a su madre, pero sí a su hermana, a quien casó con Juan III de
Portugal, hermano a su vez de la que sería esposa de Carlos, Isabel.
Juana fue reina hasta su muerte a los 76 años. Se trata de una figura histórica muy atractiva para el arte, la literatura y el cine, que han creado la imagen de una princesa y reina cegada por el amor, voluptuosa e intensa. Solo los historiadores pueden acercarse con objetividad a su figura. Por ejemplo, Manuel Fernández Álvarez, autor de Juana la Loca, la cautiva de Tordesillas, escribe que Juana fue, sobre todo, la gran dominada, cautiva del poder. Una víctima de su época, añadimos, instrumento de los intereses políticos del momento. De ella no se conservan documentos personales, tampoco testimonios de sus sentimientos y emociones. Todo fue borrado, y nos quedó el mito.
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